martes, 11 de enero de 2011

El Zahir.

–Marie, supongamos que dos bomberos entran en un bosque a apagar un pequeño incendio. Al final, cuando salen y van a la orilla de un riachuelo, uno de ellos tiene la cara llena de ceniza y el otro está inmaculadamente limpio. Pregunta: ¿cuál de los dos se lavará la cara?
–Es una pregunta tonta: es evidente que será el que está cu­bierto de ceniza.
–Error: el que tiene la cara sucia verá al otro y pensará que está igual que él. Y viceversa: el que tiene la cara limpia verá que su compañero tiene hollín por todas partes, y se dirá a sí mismo: «Yo también debo de estar sucio, tengo que lavarme.»
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que, durante el tiempo que pasé en el hospi­tal, entendí que siempre me buscaba a mí mismo en las mujeres que he amado. Yo miraba sus caras limpias, lindas, y me veía re­flejado en ellas. Por otro lado, ellas me miraban, veían las ceni­zas que cubrían mi cara, y por más inteligentes y más seguras que fuesen, también acababan viéndose reflejadas en mí y se creían peores de lo que eran. No dejes que eso suceda contigo, por favor.
Me gustaría haber añadido: eso fue lo que pasó con Esther. Y no lo comprendí hasta que recordé los cambios en su mirada. Yo siempre absorbía su luz, su energía, que me hacía sentir feliz, seguro, capaz de seguir adelante. Ella me miraba, se sentía fea, disminuida, porque a medida que los años pasaban, mi carrera –aquella carrera a la que ella había ayudado tanto a hacerse realidad– iba dejando nuestra relación en un segundo plano.
Por tanto, para volver a verla, necesitaba que mi cara estu­viese tan limpia como la suya. Antes de encontrarme con ella, debía encontrarme a mí mismo.

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